jueves, 11 de enero de 2018

De la Soledad y Harén de Soledades Luis Budar


DE LA SOLEDAD

Nadie puede conocer ninguna distinta

apenas se cruza la frontera que defiende el prójimo

deja cada soledad de serlo

y es inevitable



Confinada mi soledad a mí

ningún otro tropezará en su oscuridad

ni de su luz podrá prevalerse

que aún no queriendo

me evitarán todos

a toda costa



Sin saber qué hacer

cada uno consigo mismo

natural es no querer saber nada

de nadie.



LB Noviembre 5, 2017


HARÉN DE SOLEDADES Cuento, Bonifacio Padilla González, Editorial Salto Mortal, Guadalajara, Jalisco, México, primera edición, 2016.

La soledad, esa condición humana de la que sólo conozco (y sólo conoceré) mi propia versión. Para saber de otras soledades, de la soledad de los otros, requeriría de acompañar y la compañía, voluntaria o involuntaria, cancelaría (o suspendería, así fuera temporalmente) la soledad ajena. El caso es la soledad propia como única soledad conocida y, para efectos del libro que se nos ofrece, como única soledad agrupable en el harén del autor. O eso creía, antes de disponerme a su lectura.

Si el lector espera encontrar aquí el lugar favorito del sultán de la región, puede respirar tranquilo. No hay mujeres propiedad de nadie, ni hombres señores de nada. De las noches, ni suspiros ni efluvios; sólo algunos recuerdos de lo que fue o ensoñaciones de timidísimos deseos. Nada pues de que preocuparse, ni por lo cual detener la lectura.

No se hallan tampoco exhortaciones morales ni lindos retratos de la vida en el campo, que subir de Los Altos a la más alta Sierra del Tigre sólo para hallar que la pobreza se extiende hasta allá y no tiene límite, no es lindo, no puede serlo. La pobreza y la ignorancia no son hermosas ni encomiables (casi oigo al autor decirlo), pero eso no impide que en medio de ellas surjan la bondad, el amor, la belleza y, justo al mismo tiempo, los seres humanos que los encarnan y los admiran y los aprecian. Aunque eso en que se encarnan se corrompa y quiebre, que el cuerpo ha de perderse pero no las ánimas, que por más perdidas que aparenten estar saben lo que buscan o, al menos, eso nos dicen.

Lo que abunda en esta tierra, en estas soledades, es la luz, cierta luz, enceguecedora, “abrasadora, despiadada, satisfecha de su propia plenitud”, diríase Dios (o mejor dios, como lo propone el Maese Bonifacio, con tal de no absolutizar la desazón). Luz, dios, sol “ciego de tanta luz”, ¿para qué se le usa, ruega, sirve? Sólo que sea para cerrar los sentimientos, para confirmar la pérdida irreversible de la inocencia, para herirse y llagarse de esa conciencia que se ceba en la arrogancia que surge del hambre que proviene de la pobreza en que estos hombres y mujeres se instalan, no cómodamente quizás, pero seguro se instalan que a la cantina “Las Ánimas” todos llegan, que su letrero claramente reza “No se admiten militares ni hombres armados. Mujeres sí”, por lo que el sol queda fuera de cualquier invitación. Y con el sol el cielo y el día.

Por eso la noche es el cauce, la puerta abierta, la salida. Si el cielo no ofrece refugio alguno, si la luz pierde y se pierde, justo es encontrar el rumbo y el destino guarecidos en las sombras. Lo mismo para asistir al paso de la estrella que cae que para esperar verla surgir de nuevo, para hallar el amor al fin (y sin fin) que para sufrir la condena de no hallarlo nunca, que nunca lo procuramos mientras de la luz fuimos, que el cielo puede morir (que no se nos olvide) “porque la oscuridad sin el temblor de ninguna luz es caos primigenio, la desnudez de toda nada”.

No obstante, hay alivio, hasta para el sol. Y el alivio es la muerte, sorpresiva e inesperadamente amorosa muerte, anunciada por el viento, “ánima que a todas mece como a hojas vivas”, muerte que a todos abrazas y consuelas, que a todos acoges con la sola condición de haber amado, de haber dejado amar, de haber visto, de haber probado, de haber oído, de haber tocado, de haber vivido… El que no, no. Para ese queda el olvido, “el infierno de ese eterno  olvido”.

Menos mal. “La vida de la muerte es larga”. Nos espera. 

Luis Budar, enero de 2016.



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