martes, 31 de octubre de 2017

Pesadilla 01 Bruno Lojero (Prosa)

Pesadilla 01.
Bruno Lojero

Hace algunos días dormitaba en el sillón de mi sala, trataba de reunir la voluntad para incorporarme y escapar de la somnolencia que en ese momento me dominaba. Pero algún pensamiento debió haber atrapado mi atención por un instante, distrayéndome, haciéndome perder esa pequeña batalla que libraba en contra del sueño.
En un instante me vi sentado en la butaca de un salón enorme, una especie de cine de dimensiones gigantescas. A mi alrededor, una multitud observaba atentamente la pantalla, sin separar sus ojos de esta ni por un instante. Las imágenes que aparecían en la pantalla eran grotescas, además, carecían de cualquier sentido, se pasaba de una escena a otra sin que alguna historia las uniese, lo único que parecían tener en común, era que en todas se mostraban pasajes de desolación y de tragedia que dejaban una sensación de angustia en quien las mirase.



Las escenas, aunque horribles, atraparon mi atención. Noté que al fijar la mirada en ellas, poco a poco se iban llenando de detalles: a primera vista todo parecía un dibujo a blanco y negro, como si se tratase de un grabado plasmado a tinta sobre pergamino o sobre un papel deteriorado, pero, cuando se detenía la mirada en ellos, iban tomando claridad, se iban dibujando de mejor manera adquiriendo secos colores, luces y texturas desgastadas hasta que, al final, se transformaban en escenas que ya no eran dibujos sino imágenes reales con gente que padecía en verdad aquellas torturas y sufrimientos.
Yo permanecía inmóvil, sentado, sólo movía la cabeza de un lado a otro. Lentamente volteaba de un lado a otro para observar a la audiencia que en un completo silencio, me acompañaba mirando los dantescos pasajes. Entonces para mi horror, noté que al igual que sucedía al fijar la vista en la pantalla, si detenía mí atención en alguno de los espectadores sus facciones igualmente cambiaban, se deformaban, se retorcían sobre sí mismas, convirtiéndolos en espectros de muecas estáticas y miradas vacías.
Regresé la vista a la proyección pensando que así, elegía el menor de los males, entonces fue que pude ver un par de escenas más. En la primera se veía a cientos de hombres corriendo con desesperación, como si escaparan de algún terrible peligro, a su paso se derribaban unos a otros, aventaban a los más débiles, a los ancianos y a los heridos quienes una vez en el lodo no
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lograban reincorporarse. Las pisadas de la torpe y cruel multitud los aplastaban, quedando indefensos, hundiéndose en el pestilente lodazal.


Ésta era la primera de las escenas en la que mantenía mi atención por tanto tiempo, muy pronto pasó de ser un grabado de líneas negras sobre láminas de cobre, para convertirse en una escena real, después, además de los colores y de las luces, se fueron agregando sonidos: comencé a escuchar los gritos y lamentos que antes no escuchaba, hasta me pareció sentir el terrible olor que despedía el humeante suelo negro de la escena, fue una experiencia terrible. Hombres y mujeres gemían y lloraban, sus expresiones iban calando de a poco en mi ánimo. Afortunadamente en ese momento fue que tomé conciencia de que me encontraba en una amarga pesadilla, de que solamente tendría que soportarla un poco más hasta despertar y entonces me olvidaría de ella para siempre.
En la pantalla, el ejército de hombres continuaba en su desesperado escape. Cuando pasaban por un sitio el suelo lodoso quedaba lleno de cuerpos medio enterrados, aún con vida. Las miserables siluetas levantaban sus manos implorando, con la mirada fija en el cielo grisáceo que tapizaba el firmamento. De pronto, la negra arena comenzó a moverse, como si se tratase de una alfombra que fuese jalada toda a un mismo tiempo, el suelo comenzó a desplazarse en dirección contraria a la que llevaba la horda de hombres egoístas. A todos los fue trayendo de regreso, arrastrándolos, como lo habría hecho el agua del mar, este lodo negro comenzó a llevarlos hacía sus adentros sin importar cuanto lucharan o cuán rápido corrieran.
Unos cientos de pasos atrás se había formado una cresta de enormes proporciones, era una muralla larguísima, interminable que iba de un lado al otro de la tierra y que iba engulléndolo todo, hasta ahogar a los hombres que habían intentado huir inútilmente. La ola los tragaba, y poco a poco los gritos y el llanto fueron acallados por el sordo sonido de aquel mar de piedras, grave y constante. Este sonido fue elevando su volumen hasta que hizo temblar el mismo suelo sobre el que me encontraba. El gruñido de la ola lo saturó todo.
Aunque esta parecía una ola de mar, no se movía, permanecía inmóvil jalando el suelo hacia ella como un gigantesco molino de rocas, insaciable, no hacía distinciones, no tenía piedad. Después de que todos los hombres fueron tragados, la cresta de la ola comenzó a descender junto con el sonoro gruñido de sus entrañas, después de unos momentos, el negro mar quedó nuevamente plano, formando un desierto negro y humeante.


Se podían ver las caras de muchos de los hombres sobresaliendo del barro, muertos, y entonces, comenzó a llover, gotas grisáceas y pestilentes saturaron la escena. La lluvia fue cubriendo las caras que habían quedado petrificadas en la superficie y en poco tiempo todo se volvió un pantano inconmensurable, la lluvia cesó y todo permaneció en silencio por un largo tiempo.
Cuando sentí que mi alma comenzaba a descansar de aquella angustia, se escuchó nuevamente un sonido, un ruido de marcha que iba acrecentándose, en el horizonte se adivinada una nueva horda de hombres corriendo con desesperación. Entonces la pantalla se cerró en una imagen negra.
Volteé a ver a los lados, sobresaltado después de aquello que acababa de observar. Al hacerlo, una vez más vi como la audiencia tomaba formas enfermizas y terribles, regresé la mirada a la proyección. La imagen una vez más se mostraba como un grabado hecho a tinta, pero esta vez plasmado sobre una piel de cerdo: en la pantalla se veían figuras humanoides que arrastraban sus pasos por el suelo, sin despegar nunca los pies de lo que parecía ser un piso de concreto, las figuras deambulaban un paso a la vez por calles que no tenían ninguna cosa, ni árboles, ni animales, ni gente que pareciera normal.
Las blanquecinas siluetas entraban y salían de algunos edificios, y ahí, una vez más, al detener mi mirada en la pantalla, el detalle de la imagen se fue aclarando hasta formar escenas tan claras y reales, que dudaba de que todo eso fuese un sueño, (cuando esta posibilidad pasó por mi mente sentí terror).
Seguí con la mirada a una de las figuras errantes y la vi entrar en uno de aquellos edificios, la película persiguió a la silueta que había elegido y así pude ver dentro de aquel lugar que por fuera parecía una enorme caja de concreto sin ventanas. Por dentro, el edificio estaba lleno de aquellos hombres, que al fin, eso era lo que representaban esas languidecentes figuras que carecían de facciones, de personalidad o de detalles que los diferenciaran a unos de otros.

Las figuras se agrupaban sin orden, aguardando estáticos. Busqué con la mirada un punto en la pantalla en donde hubiese movimiento y pude encontrarlo en unas puertas que dejaban pasar a las figuras de a una en una.
Como si mi vista fuese un insecto capaz de volar por la pantalla, me acerqué hasta esas puertas y crucé a la siguiente habitación. Dentro, se levantaba un espacio enorme, lleno de máquinas, de soportes metálicos y de millares de hilos que colgaban de telares invertidos fijados en el techo. Estos hilos se recogían en la parte más alta de la nave en enormes madejas translúcidas, al bajar la mirada se podía ver que estas hebras blanquecinas procedían de distintos puntos a lo largo y ancho de esta lúgubre fábrica. En la parte cercana al suelo unas delgadas telas que formaban triángulos, se separaban poco a poco en millares de hebras, siendo estas, los hilos que eran jalados hacia arriba en donde se enredaban en las enormes bolas amorfas y transparentes.
Los puntos desde los que se desprendían estas telas también eran numerosos, tal vez cientos. Una vez más, mirando fijamente a uno de estos puntos, pude acercarme a él y ver que la fuente de la cual se desprendía la tela transparente eran unos capullos que contenían una de las figuras humanoides. Las máquinas los tomaban con delgados brazos metálicos y jalaban de su piel en distintas partes de sus cuerpos, al hacer esto, la piel se desprendía, elástica y translúcida, mientras las máquinas jalaban de su piel, las languidescentes figuras parecían gritar rotas en dolor, alzaban la mirada y movían la boca como si gimiesen, pero ningún sonido salía de sus gargantas, en unos momentos las máquinas los transformaban en estos capullos que giraban lentamente sobre ellos mismos para permitir que se les fuese retirando la piel que se volvería hilos más adelante en el proceso.
Al darme cuenta de esto, al reflexionar sobre lo que veía y darme cuenta del mecánico funcionamiento de esta maligna maquinaria me llené de angustia y temor.
Mientras todo esto sucedía, la pantalla de la proyección le iba ganando terreno a la sala, acercándose cada vez más a los espectadores. A mi alrededor pude ver las figuras que, cuando se les terminaba la piel, eran desechadas como varas quemadas, pero no por el fuego, sino por el sol y por el olvido, desperdiciadas, vueltas nada, sin un signo ni una cicatriz sobre su frente que nos ayudase a distinguirlos. Eso me impactó sobre todo, sin un nombre. Sin ser.
De entre todos estos pensamientos, me ayudé del único que parecía brindarme consuelo, del que me pareció, podía brindarme algo de esperanza: me esforcé en pensar en que todo aquello era una pesadilla, un sueño terrible.


Con esto en mi mente, logré recorrer el camino de regreso, de vuelta hasta mi asiento en aquel cine infernal. Una vez ahí, pensé en huir y cuando lo hice, vi con horror que el sitio en el que estaba ya no era más un cine.
Ahora me encontraba al fondo de aquella nave industrial, en aquellas gradas infernales, viendo con horror cómo la única puerta se vislumbraba a lo lejos, tan lejos de mi como podría haber estado cualquier cosa. Para llegar a ella, debería caminar por aquella fábrica, recorrerla completamente hasta el final y todo esto, con la incertidumbre de qué sería lo que encontraría detrás de aquellas lejanísimas puertas. Tal vez otro galerón de figuras desprendiéndose de ellas mismas. Tal vez la sombría calle, aquella ciudad atestada de perdidas almas deambulantes. Traté de gritar, pero mi voz estaba seca, i mirada ya no lograba volar como un insecto, estaba prisionero, atado a mí ser. Traté de perderme dentro de mí mismo, de olvidarme y tal vez así lograría despertar, pero esa esperanza se volvía más y más débil cada vez que acudía a ella, al igual que las languidecentes figuras, se había vuelto frágil, translúcida. Ya no era una certeza, podía ver a través de ella y ahora, dudaba de ella ¿Era todo aquello un sueño? O más bien ese era mi deseo, que nada fuese verdad, que hubiese una realidad y un mundo aguardando por mí, un mundo sólido, esperando a que yo despertase.
Desesperado, me perdí, me olvidé a mí mismo, sin voluntad me levanté de mi asiento, pude ver que muchos otros en la sala hacían lo mismo, entonces entré en uno de los grupos de aquellos fantasmas descarnados, veía mis manos y ahora, de manera inversa a como había sucedido con las imágenes de la infernal película, vi como mis manos humanas se iban desvaneciendo, borrándose, volviéndose éter, aguada tinta sobre un lienzo deplorable, sentí como si me inundase el sueño, pero no era tal, era un entumecimiento que me llenó y en pocos momentos me olvidé de cual era mi nombre, me olvidé de cuál de entre todos aquellos fantasmas era yo y entonces, esperé mi turno.


Bruno Lojero. Oct. 2017. 

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